Entramos a la estación del tren. Había
mucha gente como siempre, ya me empezaba a acostumbrar a ser una hormiga más
del vasto hormiguero. Ana compraba los boletos de regreso mientras sentíamos
cansancio hambre y las severas picaduras de los mosquitos. Después de tener los
boletos en sus manos apresuró su paso, y sin preguntar nada Laura y yo la
seguimos. Fuimos tras ella corriendo hacia uno de los trenes que estaba
estacionado en las vías. El hormiguero se manifestaba nuevamente, sus vagones
atestados de hormigas paradas sentadas, esperando llegar a sus nidos. Mi morral
era grande a pesar de haber dejado mucho de la carga en la isla, me era difícil
dominarlo, le pegaba a muchas de aquellas con él.
Ana continuaba su paso rápido al
parecer con una meta, como si supiera que en el fondo del tren nos esperaba un
lugar vacío con linda vista, pero antes de haber llegado al último vagón, aquel
vagón donde las bicis se mesen de un lado otro suspendidas del techo, se detuvo
abruptamente nos miró y preguntó ¿Qué hacemos? No había lugar donde
nos pudiéramos sentar. El tren estaba repleto de hormigas respirando, rosándose
por medio de sus sonidos, de sus suspiros. Nos quedamos desorientados sin saber a dónde ir y mucho menos en dónde
sentarnos. Ante esto nos percatamos de un lugar en el piso, cerca de dos botes de basura, los mismos
que unos instantes después se convertirían en nuestros acompañantes durante un
gran trecho del viaje; nosotros junto a ellos, en el piso, viendo aquel vagón lleno de hormigas, desde abajo.
Pocos minutos después del inicio de la
marcha del tren, miraba a la ventana desde allí, desde el duro muy sucio pero
tranquilo piso. No tenía la vista que esperaba tener en el momento que
seguía a Ana y su decidida marcha, pero veía como la noche caía lenta, y con su
caída engendraba las luces que tiernamente se delineaban en siluetas, las mismas
que el día ignoró. Aunque la ventana se hacía pequeña a mi mirada no eran solo
esas siluetas cuadradas luminosas inertes, las que se veían allí. Había además tenues,
ligeras y suaves figuras, eran muchas de ellas, tantas como aquella ventana por medio de nuestra baja mirada, podía soportar. Había figuras grandes otras
no tan grandes, otras chicas, otras rockandrolleras como la de la hormiga que pedía
dinero con su guitarra tocando una canción del flaco Spineta, y otra la más
hermosa, suave y ligera; la de aquella hormiga nariz delicada, pelo suave ojos
verdes piel tierna y sonrisa perfecta.
Los primeros momentos después de
encontrar esa hermosa figura en aquella ventana, fueron de contemplación pura,
ya que seguía sin percatarse, en su conversación llana, cotidiana, normal. Yo encantado le miraba y le miraba; miraba su nariz delicada casi
frágil, delineada tenuemente. Observaba cómo su boca era traspasada por
siluetas luminosas inertes que viajaban al ritmo del tren. Sus pendientes iban
y venían al igual que su pelo, el cual caía frescamente en juego con el limpio
de su rostro. Allí estaba yo, en el piso, cansado, picado de los mosquitos, con
un poco de hambre y nostalgia, pero disfrutando de la figura de aquella hormiga, solo como podía ser
para mí, allí en la ventana.
Fue por algo, quizás mi mirada le
rebotó fuerte en la ventana, o solo porque así se lo sugirió el momento. Se volteó hacia mis ojos al pasar la estación cuyo nombre no recuerdo. Al
encontrarme directamente con sus ojos no pude sostener los míos y el afán de continuar
viendo hacia ‘ella’ se desplomó en mi vergüenza. Mirando hacia el bote de
basura a mi costado sentí una sensación de incomodidad, de intranquilidad, la
cual llevó una vez más mi mirada hacia la ventana. Estaba allí, ahora era yo el
observado por medio de unos ojos vivos, muy verdes, penetrantes. Sin que el acompáñate
se percatase, ‘ella’ había empezado a jugar mi juego, sus miradas venían
hermosas clandestinas; soplidos frescos con mensajes escondidos.
Cuando su compañero la miraba ‘ella’ volvía a verlo, seguía viéndole hasta que él miraba a otro lugar y entonces rápidamente me lanzaba palabras en el vaivén de sus pendientes en el suave relieve de su nariz en el penetrante verde de sus ojos. Eran miradas, miradas que me hacían sentir como en el colegio, como chico, vivo, eran esas miradas que te sonrojan, esas que te hacen pensar en lo torpe que aún eres con las mujeres. Con ellas iban y venían clandestinas emociones penetradas por el rápido y casi violento correr de las siluetas inertes luminosas, que se posaban en nuestros reflejos.
El penúltimo vagón del tren de Tigre seguía su marcha, repleto, el piso muy duro frío, pero placentero emocionante. A unas pocas estaciones del final del recorrido tres lugares en frente mío se desocuparon. Ana me miró y entendí su mensaje; corrí hacia uno de los lugares, ella me siguió rápidamente y logro otro lugar, pero en el momento en que Laura emprendió su camino, ‘ella’, aquella hermosa y tenue figura en la ventana, salió desde ese ligero y suave mundo casi fantasmal, para sentarse en frente mío justamente en el lugar que Laura buscaba ocupar. Entonces no fue más esa tenue figura en la ventana, en ese momento se convirtió en una hormiga más, tan real como las que rozaba con mi morral, tan real que casi podía tocarla con la punta de mi rodilla.
El tren seguía, avanzaba y ahora 'ella' estaba en frente mío, la vergüenza antes momentánea se tornó completa, pero a pesar de esto sentía aquel placer. Pero no era 'aquella' del reflejo, esa belleza no habitaba más allí, sin embargo algo aún
persistía en su mirada verde penetrante de pendientes bailantes. Estábamos los cuatro; Ana
y yo, ella y su compañero en frente, no sé cuándo ni cómo aquel logró ese
lugar. Pensé que el chico era más que un simple compañero de viaje por la
manera como la miraba y le hablaba, claro, en su posición yo estaría
exactamente igual. Por ello decidí no verla más para no causar una discusión o
cualquier escena, estaba cansado y una discusión de ese tipo era lo último que
quería.
Volví mi cara a la venta que ahora
estaba cómodamente a mi izquierda y empecé a mirar desprevenidamente las
siluetas inertes luminosas con una sensación de estar entre ellas. En un
momento aparecieron tenues ligeros y hermosos esos pendientes ese pelo ese
rostro bellamente delineado, su suave nariz. Allí estaba nuevamente
‘ella’, tal vez fue un mensaje mi acción de mirar a la ventana, o tal
vez quiso recuperarme. Ahora más clandestino, casi nos tocábamos con las
rodillas pero en ‘realidad’ nos tocábamos tiernamente en la ventana, éramos
bandidos violando aquella realidad de hormigas.
No supe si ella entendió el mensaje
que nunca emití o si miró a la ventana nuevamente porque no quería perderme.
Creo que ambos sabíamos que allí, en la ventana, era el único ‘lugar’ donde podía ser lo que estaba siendo. Entonces mirábamos las tenues luces y con ellas nos seguíamos, nos seguíamos viendo, nos seguíamos
percibiendo, nos seguíamos... enamorando. Porque tal vez allí, en aquella ventana
del tren, solo allí, existía eso que nos hizo vernos frente a frente siendo dos
figuras tenues, suaves y ligeras; dos reflejos de hormigas insignificantes.