lunes, 9 de julio de 2012

El Reflejo de la Hormiga


Entramos a la estación del tren. Había mucha gente como siempre, ya me empezaba a acostumbrar a ser una hormiga más del vasto hormiguero. Ana compraba los boletos de regreso mientras sentíamos cansancio hambre y las severas picaduras de los mosquitos. Después de tener los boletos en sus manos apresuró su paso, y sin preguntar nada Laura y yo la seguimos. Fuimos tras ella corriendo hacia uno de los trenes que estaba estacionado en las vías. El hormiguero se manifestaba nuevamente, sus vagones atestados de hormigas paradas sentadas, esperando llegar a sus nidos. Mi morral era grande a pesar de haber dejado mucho de la carga en la isla, me era difícil dominarlo, le pegaba a muchas de aquellas con él.

Ana continuaba su paso rápido al parecer con una meta, como si supiera que en el fondo del tren nos esperaba un lugar vacío con linda vista, pero antes de haber llegado al último vagón, aquel vagón donde las bicis se mesen de un lado otro suspendidas del techo, se detuvo abruptamente nos miró y preguntó ¿Qué hacemos? No había lugar donde nos pudiéramos sentar. El tren estaba repleto de hormigas respirando, rosándose por medio de sus sonidos, de sus suspiros. Nos quedamos desorientados sin saber a dónde ir y mucho menos en dónde sentarnos. Ante esto nos percatamos de un lugar en el piso, cerca de dos botes de basura, los mismos que unos instantes después se convertirían en nuestros acompañantes durante un gran trecho del viaje; nosotros junto a ellos, en el piso, viendo aquel vagón lleno de hormigas, desde abajo.

Pocos minutos después del inicio de la marcha del tren, miraba a la ventana desde allí, desde el duro muy sucio pero tranquilo piso. No tenía la vista que esperaba tener en el momento que seguía a Ana y su decidida marcha, pero veía como la noche caía lenta, y con su caída engendraba las luces que tiernamente se delineaban en siluetas, las mismas que el día ignoró. Aunque la ventana se hacía pequeña a mi mirada no eran solo esas siluetas cuadradas luminosas inertes, las que se veían allí. Había además tenues, ligeras y suaves figuras, eran muchas de ellas, tantas como aquella ventana por medio de nuestra baja mirada, podía soportar. Había figuras grandes otras no tan grandes, otras chicas, otras rockandrolleras como la de la hormiga que pedía dinero con su guitarra tocando una canción del flaco Spineta, y otra la más hermosa, suave y ligera; la de aquella hormiga nariz delicada, pelo suave ojos verdes piel tierna y sonrisa perfecta.

Los primeros momentos después de encontrar esa hermosa figura en aquella ventana, fueron de contemplación pura, ya que seguía sin percatarse, en su conversación llana, cotidiana, normal. Yo encantado le miraba y le miraba; miraba su nariz delicada casi frágil, delineada tenuemente. Observaba cómo su boca era traspasada por siluetas luminosas inertes que viajaban al ritmo del tren. Sus pendientes iban y venían al igual que su pelo, el cual caía frescamente en juego con el limpio de su rostro. Allí estaba yo, en el piso, cansado, picado de los mosquitos, con un poco de hambre y nostalgia, pero disfrutando de la figura de aquella hormiga, solo como podía ser para mí, allí en la ventana.

Fue por algo, quizás mi mirada le rebotó fuerte en la ventana, o solo porque así se lo sugirió el momento. Se volteó hacia mis ojos al pasar la estación cuyo nombre no recuerdo. Al encontrarme directamente con sus ojos no pude sostener los míos y el afán de continuar viendo hacia ‘ella’ se desplomó en mi vergüenza. Mirando hacia el bote de basura a mi costado sentí una sensación de incomodidad, de intranquilidad, la cual llevó una vez más mi mirada hacia la ventana. Estaba allí, ahora era yo el observado por medio de unos ojos vivos, muy verdes, penetrantes. Sin que el acompáñate se percatase, ‘ella’ había empezado a jugar mi juego, sus miradas venían hermosas clandestinas; soplidos frescos con mensajes escondidos.

Cuando su compañero la miraba ‘ella’ volvía a verlo, seguía viéndole hasta que él miraba a otro lugar y entonces rápidamente me lanzaba palabras en el vaivén de sus pendientes en el suave relieve de su nariz en el penetrante verde de sus ojos. Eran miradas, miradas que me hacían sentir como en el colegio, como chico, vivo, eran esas miradas que te sonrojan, esas que te hacen pensar en lo torpe que aún eres con las mujeres. Con ellas iban y venían clandestinas emociones penetradas por el rápido y casi violento correr de las siluetas inertes luminosas, que se posaban en nuestros reflejos. 

El penúltimo vagón del tren de Tigre seguía su marcha, repleto, el piso muy duro frío, pero placentero emocionante. A unas pocas estaciones del final del recorrido tres lugares en frente mío se desocuparon. Ana me miró y entendí su mensaje; corrí hacia uno de los lugares, ella me siguió rápidamente y logro otro lugar, pero en el momento en que Laura emprendió su camino, ‘ella’, aquella hermosa y tenue figura en la ventana, salió desde ese ligero y suave mundo casi fantasmal, para sentarse en frente mío justamente en el lugar que Laura buscaba ocupar. Entonces no fue más esa tenue figura en la ventana, en ese momento se convirtió en una hormiga más, tan real como las que rozaba con mi morral, tan real que casi podía tocarla con la punta de mi rodilla.

El tren seguía, avanzaba y ahora 'ella' estaba en frente mío, la vergüenza antes momentánea se tornó completa, pero a pesar de esto sentía aquel placer. Pero no era 'aquella' del reflejo, esa belleza no habitaba más allí, sin embargo algo aún persistía en su mirada verde penetrante de pendientes bailantes. Estábamos los cuatro; Ana y yo, ella y su compañero en frente, no sé cuándo ni cómo aquel logró ese lugar. Pensé que el chico era más que un simple compañero de viaje por la manera como la miraba y le hablaba, claro, en su posición yo estaría exactamente igual. Por ello decidí no verla más para no causar una discusión o cualquier escena, estaba cansado y una discusión de ese tipo era lo último que quería.

Volví mi cara a la venta que ahora estaba cómodamente a mi izquierda y empecé a mirar desprevenidamente las siluetas inertes luminosas con una sensación de estar entre ellas. En un momento aparecieron tenues ligeros y hermosos esos pendientes ese pelo ese rostro bellamente delineado, su suave nariz. Allí estaba nuevamente ‘ella’, tal vez fue un mensaje mi acción de mirar a la ventana, o tal vez quiso recuperarme. Ahora más clandestino, casi nos tocábamos con las rodillas pero en ‘realidad’ nos tocábamos tiernamente en la ventana, éramos bandidos violando aquella realidad de hormigas.

No supe si ella entendió el mensaje que nunca emití o si miró a la ventana nuevamente porque no quería perderme. Creo que ambos sabíamos que allí, en la ventana, era el único ‘lugar’ donde podía ser lo que estaba siendo. Entonces mirábamos las tenues luces y con ellas nos seguíamos, nos seguíamos viendo, nos seguíamos percibiendo, nos seguíamos... enamorando. Porque tal vez allí, en aquella ventana del tren, solo allí, existía eso que nos hizo vernos frente a frente siendo dos figuras tenues, suaves y ligeras; dos reflejos de hormigas insignificantes.

El tren llegó a la última estación: Retiro. Unos minutos antes había sacado mi agenda verde para escribirle algo y entregárselo, pero mi di cuenta que aquella hormiga que casi tocaba mis rodillas no era a la que quería entregarle algo, entonces guardé mi agenda y volví a la ventana para aprovechar mis últimos momentos con mi 'chica'. Cuando descendimos del tren intenté no perder de vista aquella hormiga, pero fue inútil la estación estaba llena y la perdí inevitablemente. Respiré profundamente y continúe caminado hasta la salida. Al llegar a la puerta principal la vi yendo con su compañero, caminando hacia algún lugar de este hormiguero, de esta enorme ciudad. Pensé entonces que nunca más volvería a verla.

El Día de la Marcha Contra las F.A.R.C.



Al salir de mi casa me topé con una mujer de unos cuarenta años de edad, tal vez más. Ella buscaba con afán algo alguien, se podía ver con facilidad en su rostro desgastado, demacrado un tanto preocupado. Por arriba de su camiseta azul, recuerdo, llevaba un abrigo de lana peruana negro, con una especie de tejido Inca blanco grisáceo el cual se deformaba con el ancho de su busto. Tenía un pantalón jean azul pegadito, de esos sin bolsillitos atrás, de esos que se consiguen en la 19, el cual le dejaba ver en detalle el círculo perfecto de sus nalgas.
Esta mujer que al parecer buscada algo alguien con afán, que llevaba una apariencia desgastada, arrugada pero aún sexy, caminaba afanada al frente de mi casa. Sus ojos estaban completamente rojos de llorar, quizás por la inevitable marcha de los días, o tan solo porque un elemento a la deriva en el viento se había postrado de manera arbitraria en cada uno de sus globos oculares. Con el encuentro de su mirada supe que trataba de decirme que la llamaban, que la llamaban calle, calle sufrida, calle tristeza, tristeza, tristeza infinita de tanto amar, que la llamaban calle, calle vida. Me dolió el pecho y pensé, ¿melancolía?
El freno derecho se quedó pegado, era el freno más importante, el freno trasero, no esperaba eso, sin embargo no quise pensar mucho al respecto, así que seguí con el freno delantero.
La avenida estaba atestada de carros, motocicletas y de mucha gente que cuasi corría en el andén. En varios momentos sentí que me arrollaban que me pasaban por encima, sin embargo no era así. Solo pasaban de manera amenazaste para proteger su camino. Mientras concluía esto veía las nubes blancas, sentía el viento en mi cara generándome una sensación de libertad, de tranquilidad, tal vez de felicidad. En un momento, el centro de la ciudad empezó a asomarse por medio de la punta de la iglesia, estaba arriba muy arriba, por encima de todos aquellos grises y opacos edificios.
En la entrada del centro me topé con el teatro. Percibí a alguien en una de sus dóricas columnas. Era un hombre de tez morena, gafas de cinco mil de esas que se consiguen también en la 19, zapato café brillante al igual que su piel, una camisa blanca y un pantalón negro bien planchado. Quizás estaba esperando a alguien, quizás no era nadie, quizás era alguien que lloraba en las noches por no poder ser alguien, quizás soñaba tener un pantalón bien planchado y una camisa blanca con gafas y zapatos brillantes, para brillar siendo alguien en el teatro del centro, el más grande y más famoso de la ciudad.
Logré enredar el cable del freno trasero de alguna manera, logrando que este volviera a funcionar.
En la plaza principal de la ciudad, gritaban desbordados tratando de predicar nuevos testamentos, aludiendo a dioses perfectos para salvar almas imperfectas que clamaban por sus vidas; induciendo así a estos pobres de espíritu, a entregar los pocos recursos que tienen para sobrevivir; juventud, fuerza, dinero, arrebatados por medio del miedo que solo ellos pueden curar; ‘esclavitud’ y dependencia. Así que concluí con un poco de furia, que la humanidad estaba en total decadencia desde sus inicios, pensé, si esto se ve en la plaza principal de mi pequeña ciudad 3 p.m., qué más puede suceder.
Llamada a doscientos, decía en un puesto de dulces de la plaza, era de un hombre demacrado, desahuciado, y con mucha tristeza en su rostro. Los paquetes de caramelos brotaban por doquier en su pequeño y triste puesto en el cual guarda, como viejas fotos, todas sus ya sepultadas esperanzas y razones de vida. Lentamente este hombre se iría enterrando junto a su triste puesto de dulces, pensé.
Con mi bici en la mano, a punto de llegar al tope de la montaña, me percaté de un viejo papel; "Puede que para el mundo no seas nadie pero para alguien tu eres el mundo". Estaba pegado en un muro en la entrada de Chipre, aquel era un muro olvidado, desteñido por el sol en cual se postraba a diario en él, al igual que en el papel. Quise ser entonces una especie de fotógrafo del alma para retratar aquel muro y llevar ese papel conmigo antes que desapareciese.
Logré llegar a la parte más elevada y por tanto con más vista de la ciudad; casi en trescientos sesenta grados se podían ver majestuosas montañas tocando el cielo.
Era como ver el mar; sentimiento de grandeza mezclado con ínfima existencia. La tranquilidad que se posó en mis sentidos era triste pero llamativa, era la paz abrigándome en su lecho. Sentí como si estuviera en la playa con alguien mirando aquel monstruo azul que me llamaba constantemente, el mismo que siempre me ha querido tragar cuando me le cercaba. La tranquilidad de ese lugar hizo que mis párpados se cerraran y mis sentidos emprendieran un viaje por la inmensidad de mi mente. Este viaje me invitaba a lugares que no podía identificar, ya que mis sentidos, inexpertos, me limitaban. Lo que iba viendo era grandioso; vasto, muy verde y tranquilo, lo escuchaba, lo olía. Sin embargo mis sentidos ya lo conocían, ya lo había experimentado, necesitaba que no se fuesen sin percibir otras vastedades, otros verdes, otros olores otros sonidos. Sentí la necesidad de más alimento para mi viaje.
Llegue al mirador, ya no necesitaba los frenos, sin embargo estos funcionaban a la perfección.
Había una pareja de ancianos sentada a mi lado, la mujer miraba con preocupación un papel, quizás era una factura o algo parecido que tendría que pagar y el dinero que recibía de su tienda de abarrotes no le alcanzaría, no le era insuficiente. El hombre miraba al monstruo gigantesco que tenía en frente, lo observaba con nostalgia, en su juventud el mirador no existía, y pensaba que quizás, en aquel momento hace treinta años, estaba enamorando chicas en su vereda. El hombre recordaba que los domingos iba a la iglesia, que solo lo hacía para tener oportunidad de conocer nuevas chicas, y por qué no emparentar con una de ellas y poder amar. Lo que no sabía en ese entonces, era que una de esas chicas que con necesidad anhelaba, cincuenta años después, sería la mujer que el día de la marcha contra las F.A.R.C. lo estaría acompañando, en la abrumarte sensación que la traía aquel mirador.
Sí el mirador, aquel lugar, destino final del día, el cual me hizo sentir la playa en aquellos días junto a alguien, lugar que me hizo comprender en su verde vastedad a lo lejos, a lo lejos, el inicio de mi melancolía.