Los pasajeros de las “cajas blancas” no nos damos cuenta realmente
del viaje.
Los domingos mi papá
me llevaba a pasar la tarde en la casa de la abuelita Camila, allí se reunía la
familia para mostrar sus pequeños triunfos o esconder sus inevitables derrotas.
Después del almuerzo, y si la cosa daba, el abuelo sacaba las milongas que aún
conservaba en un casete que el tío Andrés, que trabajaba en Radio Todelar, le había
grabado para que no quedaran olvidadas como el tocadiscos o la radiola. El
abuelo tomaba a la tía Patricia, la única que osada se atrevía a seguirle el
paso, y así empezaba el baile. Los chicos veíamos con admiración y respeto cada
paso de la milonga que en aquella estrecha sala se producía. El aguardiente de Caldas
empezaba a pasar; primos tíos y el abuelo doblaban la copa hasta el fondo,
luego otra y otra, hasta llegar al punto culmen de la tarde, la entrada de la
noche que acompañada de La Cumparsita, enmarcaba el final de la milonga.
Esas tardes no se
me olvidaron, no se me olvidan, pero claro, uno crece la familia se dispersa y
los abuelos mueren. No volví a escuchar más esas milongas, esos sentimientos de
arrabal que se desbocaban en los movimientos de mis familiares milongueros. Luego
llegó la época universitaria, uno conoce mucha gente, las tendencias idealistas
revolucionarias de izquierda que hace años pasaron por Europa, reinan en Sur
América y se filtran en la cultura por medio de sus claustros públicos, de sus
grupos sindicalistas, de sus colectivos subversivos, y de sus bares. Me dejé
tocar por aquellas ideas, y bueno aunque no viví la época de la hermosa trova
cubana, ni la de la respuesta rockera argentina ante la dictadura militar, sí que
me tocó la época de Manu Chao y su romanticismo político-social, Papashsanty
con su espectacular rima rapera, y claro, las débiles manifestaciones
artísticas nacionales que por ese tiempo se daban.
Todas estas y más
eran músicas que sonaban, desde el martes, en “Chicha y Guarapo”, un bar que se
convirtió más que en mi sitio de “juglaría y borrachera” en el lugar que
gobernó mi ser por varios años, locos, soñadores, ingenuos. El autor de este
sitio era Mario, un hombre callado, reservado, observador, pero con un poder
enorme, poca hablaba, poco hacía,
impasible se limitaba a buscar en aquel monitor blanco gordo y un poco sucio,
sus ‘acciones’, sus ‘palabras’ sus ‘movimientos’, su magia. Este
bar se convirtió en las noches y el deseo de aquellos días, Mario sabia dónde y
en qué momento tocarme, era una
especie de agente del placer del baile y la música.
Pero luego, claro,
uno también quiere irse, viajar, caminar, aprender, olvidar. Y se llega el Sur,
la pampa, el arrabal, el gran río, la extrema soledad y melancolía de
Corrientes, Callao, Córdoba, Ayacucho y Rivadavia, y en todas sus esquinas el
respiro del viejo, del Tango. Entonces los recuerdos, que siempre han estado
pellizcando los días, trayendo de regreso las cosas que el alma hizo suyas,
toman el timón para continuar mostrando el camino. La Milonga el Tango, que
hermosa tragedia, que llorar más orgulloso y delicado, honorable y desgarrador,
fue tocándome hasta tomarme sabiéndome como un otario más, pero no lo hizo totalmente,
el sabría cuándo hacer su gran arrabal.
De regreso en el
país de la panela, de la cumbia y el ‘porro’, me
encontré con este mismo personaje, Mario. Hablamos un poco de todo, y fue al
final que cuasi interpelándome me preguntó; ¿y, ahora cuál dios te domina? Me quedé pasmado; entonces sí era
consciente del poder que tenía sobre mi, el momento me dejó desubicado, traté
de pensar qué responderle. No pude responder nada. Pero bueno a uno se le
quedan rebotando las cosas en la cabeza, y hoy, unos años después de aquel
encuentro, y tras entender que no fue solo vacío lo que me dejó la pampa y las
calles argentinas, le puedo responder: el Tango. Porque tal ves lo he entendido
a partir de la soledad de estas calles que miro desde aquellas nostálgicas de ese
Tango de Buenos Aires. Así que con la misma fuerza desgarradora y expresiva del
arrabal, y con esa fuerza que supone la locución del verbo interpelar en un
desprevenido transeúnte, que como yo observaba la calle de mi ciudad, digo El
Tango, una y otra vez. Este está habitando mi ser, me acompaña como un viejo zorro
melancólico, y yo me aferro a él para sobrevivir.
Y qué es el Tango… tan poco sé de escribir y menos de volver un relato lógico y coherente de
eso tan humano; “hermosa tragedia, llorar orgulloso y delicado, honorable y
desgarrador”. El Tango ha ido tocándome fuera de su casa, hasta tomarme por
completo sabiéndome suyo en este gran altiplano.