Al salir de mi casa me topé con una mujer de unos
cuarenta años de edad, tal vez más. Ella buscaba con afán algo alguien, se
podía ver con facilidad en su rostro desgastado, demacrado un tanto preocupado.
Por arriba de su camiseta azul, recuerdo, llevaba un abrigo de lana peruana
negro, con una especie de tejido Inca blanco grisáceo el cual se deformaba con
el ancho de su busto. Tenía un pantalón jean azul pegadito, de esos sin bolsillitos
atrás, de esos que se consiguen en la 19, el cual le dejaba ver en detalle el
círculo perfecto de sus nalgas.
Esta mujer que al parecer buscada algo alguien con
afán, que llevaba una apariencia desgastada, arrugada pero aún sexy, caminaba
afanada al frente de mi casa. Sus ojos estaban completamente rojos de llorar,
quizás por la inevitable marcha de los días, o tan solo porque un elemento a la
deriva en el viento se había postrado de manera arbitraria en cada uno de sus globos oculares. Con el encuentro de su mirada supe que trataba de
decirme que
la llamaban, que la llamaban calle, calle sufrida, calle tristeza, tristeza,
tristeza infinita de tanto amar, que la llamaban calle, calle vida. Me dolió el
pecho y pensé, ¿melancolía?
El freno derecho se quedó pegado, era el freno más
importante, el freno trasero, no esperaba eso, sin embargo no quise pensar
mucho al respecto, así que seguí con el freno delantero.
La avenida estaba atestada de carros, motocicletas
y de mucha gente que cuasi corría en el andén. En varios momentos sentí que me
arrollaban que me pasaban por encima, sin embargo no era así. Solo pasaban de
manera amenazaste para proteger su camino. Mientras concluía esto veía las
nubes blancas, sentía el viento en mi cara generándome una sensación de libertad,
de tranquilidad, tal vez de felicidad. En un momento, el centro de la ciudad empezó
a asomarse por medio de la punta de la iglesia, estaba arriba muy arriba, por
encima de todos aquellos grises y opacos edificios.
En la entrada del centro me topé con el teatro.
Percibí a alguien en una de sus dóricas columnas. Era un hombre de tez morena,
gafas de cinco mil de esas que se consiguen también en la 19, zapato café
brillante al igual que su piel, una camisa blanca y un pantalón negro bien
planchado. Quizás estaba esperando a alguien, quizás no era nadie, quizás era
alguien que lloraba en las noches por no poder ser alguien, quizás soñaba tener
un pantalón bien planchado y una camisa blanca con gafas y zapatos brillantes, para
brillar siendo alguien en el teatro del centro, el más grande y más famoso de
la ciudad.
Logré enredar el cable del freno trasero de alguna
manera, logrando que este volviera a funcionar.
En la plaza principal de la ciudad, gritaban
desbordados tratando de predicar nuevos testamentos, aludiendo a dioses
perfectos para salvar almas imperfectas que clamaban por sus vidas; induciendo
así a estos pobres de espíritu, a entregar los pocos recursos que tienen para
sobrevivir; juventud, fuerza, dinero, arrebatados por medio del miedo que solo
ellos pueden curar; ‘esclavitud’ y dependencia. Así que concluí con un poco de
furia, que la humanidad estaba en total decadencia desde sus inicios, pensé, si
esto se ve en la plaza principal de mi pequeña ciudad 3 p.m., qué más puede
suceder.
Llamada a
doscientos, decía en
un puesto de dulces de la plaza, era de un hombre demacrado, desahuciado, y con
mucha tristeza en su rostro. Los paquetes de caramelos brotaban por doquier en
su pequeño y triste puesto en el cual guarda, como viejas fotos, todas sus ya
sepultadas esperanzas y razones de vida. Lentamente este hombre se iría
enterrando junto a su triste puesto de dulces, pensé.
Con mi bici en la mano,
a punto de llegar al tope de la montaña, me percaté de un viejo papel; "Puede
que para el mundo no seas nadie pero para alguien tu eres el mundo". Estaba pegado en un
muro en la entrada de Chipre, aquel era un muro olvidado, desteñido por el sol
en cual se postraba a diario en él, al igual que en el papel. Quise ser entonces
una especie de fotógrafo del alma para retratar aquel muro y llevar ese papel
conmigo antes que desapareciese.
Logré llegar a la parte más elevada y por tanto
con más vista de la ciudad; casi en trescientos sesenta grados se podían ver
majestuosas montañas tocando el cielo.
Era como ver el mar; sentimiento de grandeza mezclado
con ínfima existencia. La tranquilidad que se posó en mis sentidos era triste
pero llamativa, era la paz abrigándome en su lecho. Sentí como si estuviera en
la playa con alguien mirando aquel monstruo azul que me llamaba constantemente,
el mismo que siempre me ha querido tragar cuando me le cercaba. La tranquilidad
de ese lugar hizo que mis párpados se cerraran y mis sentidos emprendieran un
viaje por la inmensidad de mi mente. Este viaje me invitaba a lugares que no
podía identificar, ya que mis sentidos, inexpertos, me limitaban. Lo que iba
viendo era grandioso; vasto, muy verde y tranquilo, lo escuchaba, lo olía. Sin
embargo mis sentidos ya lo conocían, ya lo había experimentado, necesitaba que
no se fuesen sin percibir otras vastedades, otros verdes, otros olores otros
sonidos. Sentí la necesidad de más alimento para mi viaje.
Llegue al
mirador, ya no necesitaba los frenos, sin embargo estos funcionaban a la
perfección.
Había una
pareja de ancianos sentada a mi lado, la mujer miraba con preocupación un
papel, quizás era una factura o algo parecido que tendría que pagar y el dinero
que recibía de su tienda de abarrotes no le alcanzaría, no le era insuficiente.
El hombre miraba al monstruo gigantesco que tenía en frente, lo observaba con nostalgia,
en su juventud el mirador no existía, y pensaba que quizás, en aquel momento
hace treinta años, estaba enamorando chicas en su vereda. El hombre recordaba
que los domingos iba a la iglesia, que solo lo hacía para tener oportunidad de
conocer nuevas chicas, y por qué no emparentar con una de ellas y poder amar.
Lo que no sabía en ese entonces, era que una de esas chicas que con necesidad
anhelaba, cincuenta años después, sería la mujer que el día de la marcha contra
las F.A.R.C. lo estaría acompañando, en la abrumarte sensación que la traía
aquel mirador.
Sí el
mirador, aquel lugar, destino final del día, el cual me hizo sentir la playa en
aquellos días junto a alguien, lugar que me hizo comprender en su verde
vastedad a lo lejos, a lo lejos, el inicio de mi melancolía.
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