miércoles, 19 de mayo de 2021

Memorias

 

Si pienso en la memoria, se me viene a la cabeza la época en que peor me funcionaba; un borroso tiempo donde olvidaba todo, porque todo era irrelevante, donde mi atención se escapaba todos los días por la misma ventana del mismo salón de clase.

 

Número Uno: Alejandro Chindoy

 

Había llegado del Valle del Sibundoy a estudiar “Filosofía y Letras”, pero su Familia su Comunidad estaba en total desacuerdo, para ellos era precisamente este insano conocimiento el que había causado la desaparición de su mundo. Por esto “Alejo”, como yo le decía, nunca tenía un peso, y aunque había logrado ayudas de la Universidad, como la comida básica y una residencia, le faltaba dinero para las novias y para los “tragos” de los fines de semana. Entonces había conseguido un trabajo en las noches entre semana; vigilante en un sector de un barrio cercano a la facultad, entre las diez de la noche y las seis de la mañana. Así, siempre le faltaba sueño y nunca tenía las lecturas de clase completas. Sin embargo, tenía una habilidad oratoria admirable; le bastaba con leer uno o dos párrafos de mis apuntes para estar más activo que el resto de la clase. De aquel trabajo lo echaron cuando lo descubrieron borracho, en su turno, escuchando “Los Fabulosos Cadillacs” un viernes a las dos de la mañana; él simplemente les dijo; ¡hijueputa, pues me voy!

 

Número Dos: En Bicicleta al Centro

 

La avenida estaba atestada de carros, motocicletas y de mucha gente que cuasi corría en el andén. En varios momentos sentí que me arrollaban que me pasaban por encima, sin embargo, no era así solo pasaban de manera amenazaste para proteger su camino. Mientras tanto veía las nubes blancas, sentía el viento en mi cara generándome una sensación de libertad, de tranquilidad, tal vez de felicidad. En un momento, el Centro de la ciudad empezó a asomarse por medio de la punta de la iglesia, estaba arriba muy arriba, por encima de aquellos grises y opacos edificios. En la entrada del Centro me topé con el teatro, vi a alguien en una de sus dóricas columnas. Era un hombre de tez morena, gafas de cinco mil de esas que se consiguen en la calle, zapato café brillante al igual que su piel, una camisa blanca y un pantalón negro bien planchado. Quizás estaba esperando a alguien, quizás no era nadie, quizás era alguien que lloraba en las noches por no poder ser alguien, quizás soñaba tener un pantalón bien planchado y una camisa blanca con gafas y zapatos brillantes, para brillar siendo alguien en el teatro del Centro, el más grande y más famoso de la ciudad.

 

Número Tres: Las Soñadas.

 

Andrés vivía en un barrio del Centro de la ciudad a unos cuatro kilómetros de La Facultad; caminaba casi todos los días de ida y regreso. Casi siempre se encontraba con Pablo en el camino, y juntos terminaban el trayecto conversando sobre alguno de los temas de nuestras clases entre las cotidianidades de sus vidas. Esto fue moldeando una costumbre, no solo de encontrarse para caminar a la Facultad, sino también de acompañarse de regreso al final de las clases de la tarde, o en la noche cuando el Vino los hacía quedarse un poco más. El regreso al Centro se iba entonces entre sus charlas, que terminaban algunas veces en los viejos y demeritados bares tangueros de la veinticuatro, al calor de Gardel y el Caballero Gaucho. Entre estas charlas Andrés y Pablo, lograron conceptos claves para nuestro pequeño lenguaje de grupo, siendo uno de los más usados: “Las Soñadas”; estas chicas complemente fuera de nuestro alcance, amores platónicos irreales surreales que disfrutábamos todos los días, entre las lindas ideas que se generaban solo con su presencia, aunque lejana.