Si pienso en la memoria, se me viene a la cabeza la época en que peor
me funcionaba; un borroso tiempo donde olvidaba todo, porque todo era
irrelevante, donde mi atención se escapaba todos los días por la misma ventana
del mismo salón de clase.
Número Uno: Alejandro Chindoy
Había llegado del Valle del Sibundoy a estudiar “Filosofía y Letras”,
pero su Familia su Comunidad estaba en total desacuerdo, para ellos era precisamente
este insano conocimiento el que había causado la desaparición de su mundo. Por
esto “Alejo”, como yo le decía, nunca tenía un peso, y aunque había logrado
ayudas de la Universidad, como la comida básica y una residencia, le faltaba
dinero para las novias y para los “tragos” de los fines de semana. Entonces
había conseguido un trabajo en las noches entre semana; vigilante en un sector
de un barrio cercano a la facultad, entre las diez de la noche y las seis de la
mañana. Así, siempre le faltaba sueño y nunca tenía las lecturas de clase
completas. Sin embargo, tenía una habilidad oratoria admirable; le bastaba con
leer uno o dos párrafos de mis apuntes para estar más activo que el resto de la
clase. De aquel trabajo lo echaron cuando lo descubrieron borracho, en su
turno, escuchando “Los Fabulosos Cadillacs” un viernes a las dos de la mañana;
él simplemente les dijo; ¡hijueputa, pues me voy!
Número Dos: En Bicicleta al Centro
La avenida estaba atestada de carros, motocicletas y de mucha gente que
cuasi corría en el andén. En varios momentos sentí que me arrollaban que me
pasaban por encima, sin embargo, no era así solo pasaban de manera amenazaste
para proteger su camino. Mientras tanto veía las nubes blancas, sentía el
viento en mi cara generándome una sensación de libertad, de tranquilidad, tal
vez de felicidad. En un momento, el Centro de la ciudad empezó a asomarse por
medio de la punta de la iglesia, estaba arriba muy arriba, por encima de
aquellos grises y opacos edificios. En la entrada del Centro me topé con el
teatro, vi a alguien en una de sus dóricas columnas. Era un hombre de tez
morena, gafas de cinco mil de esas que se consiguen en la calle, zapato café
brillante al igual que su piel, una camisa blanca y un pantalón negro bien
planchado. Quizás estaba esperando a alguien, quizás no era nadie, quizás era
alguien que lloraba en las noches por no poder ser alguien, quizás soñaba tener
un pantalón bien planchado y una camisa blanca con gafas y zapatos brillantes,
para brillar siendo alguien en el teatro del Centro, el más grande y más famoso
de la ciudad.
Número Tres: Las Soñadas.
Andrés vivía en un barrio del Centro de la ciudad a unos cuatro
kilómetros de La Facultad; caminaba casi todos los días de ida y regreso. Casi
siempre se encontraba con Pablo en el camino, y juntos terminaban el trayecto
conversando sobre alguno de los temas de nuestras clases entre las
cotidianidades de sus vidas. Esto fue moldeando una costumbre, no solo de
encontrarse para caminar a la Facultad, sino también de acompañarse de regreso
al final de las clases de la tarde, o en la noche cuando el Vino los hacía quedarse
un poco más. El regreso al Centro se iba entonces entre sus charlas, que terminaban
algunas veces en los viejos y demeritados bares tangueros de la veinticuatro,
al calor de Gardel y el Caballero Gaucho. Entre estas charlas Andrés y Pablo,
lograron conceptos claves para nuestro pequeño lenguaje de grupo, siendo uno de
los más usados: “Las Soñadas”; estas chicas complemente fuera de nuestro
alcance, amores platónicos irreales surreales que disfrutábamos todos los días,
entre las lindas ideas que se generaban solo con su presencia, aunque lejana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario